sábado, 23 de julio de 2011

guillermo: vuelve a pasar por la cuadra


Prefiere dejar la sala, antes que el tribunal lea la sentencia.  Ya se va a enterar por los medios.  El fallo no puede ponerse a toda la opinión pública en contra.  Mientras cruza la avenida para ir al estacionamiento, revive el haber visto que el transcurrir haya desteñido el dorado de los bigotes del gringo.  El paso del tiempo había dejado una marca nublada, tormentosa, en la cara de ese condenado.  Piensa que tal vez eso sea suficiente justicia y se mete apurado adentro del coche, como si no estuviera dispuesto a perder ni un solo segundo.
Vuelve a pasar por la cuadra.  Hoy necesita volver al barrio.  Desde el auto mira con asombro y nostalgia.  En el baldío, ahora, se impone una casa de paredes blancas, pintadas a la cal, que desde la ventanilla se le antoja laberíntica.  Se imagina pasillos que se entrecruzan, se imagina que en esos muros quedaron atrapadas fotografías de vidas pasadas, tesoros inadvertidos por esos nuevos habitantes.  Esas palmeras, esa selva improvisada y casi artificial, en el jardín de esa casa, le provocan cierto fastidio.  La casa es la intrusa.  Él… no.
El sol se refracta en el parabrisas rebotándole en la vista, tal como aquella tarde.
Juntarse después del almuerzo ya se había convertido en un compromiso impostergable.  Cruzaban la calle y el tío les abría, secretamente, la puerta de chapa.  Así se apropiaban de esa cancha, escriturándola en el aire, sin más rúbrica que el viaje fantasmal de una número cinco de cuero.
Esa pelota casi levitaba.  Apenas rebotaba en los cráteres de tierra mezclada con escombros.  La obligaban a pilotear por los yuyos más altos o a terminar alunizando entre las ramas del gomero.  Esa tarde, le había tocado a Fernando ir a rescatarla, y antes de bajarse, como Rodrigo de Triana, gritó:- ¡Falcon a la vista!
El tío, ya no estaba jugando, les rogó a todos que hicieran cuerpo a tierra.  Juan no podía, no quería.  El sol le tapaba la vista.  Él había escuchado la fricción furiosa de las ruedas de un auto irracional.  Ruido de cargadores de armas de fuego, tal vez escopetas o rifles como los vaqueros.  El tío le seguía pidiendo, entre susurros, que se tirara al suelo.  Él sentía que el agujero de la puerta de chapa tenía un imán para su ojo izquierdo.  Mientras avanzaba hacia aquel hueco, recordaba las historias que su papá le contaba, casi a escondidas, en estos últimos meses a su mamá: compañeros de la fábrica que se los tragaba la tierra, amigos y familiares que se iban de viaje sin avisar ni despedirse.
Cuando finalmente pudo mirar, lo sobresaltó la patada que uno de esos tipos con armas largas le dio a la puerta de la casa de su abuela.  Dos se dispusieron como vigías, a la manera del cancerbero, en la entrada.  No llegó a contar la cantidad exacta de esos matones, que decían pertenecer al ejército, y que estaban invadiendo la casa.  Hoy, trata de hacer memoria y tampoco puede: tres, cinco, siete.  Entre tres y cinco, seguramente.  Ya no sabe, perdió la cuenta.
En un mismo instante, un vacío sonoro, cósmico y eterno, fue devorado por el chasquido de un encendedor metálico que le resultaba familiar a sus oídos.  Había aprendido a escuchar la melodía cacofónica de la tapa de ese encendedor cromado.  Sabía desentrañar aquella armonía que venía directo del infierno.  El abrir y cerrar infinito de la tapa platinada era como el gatillo de un arma a punto de ser descargada y vuelta a cargar.  En el Falcon, en el asiento complaciente del acompañante cómplice, asomaba una melena de rulos brillantes como el trigo.  De perfil y camuflada por anteojos oscuros pudo reconocer la mirada deshonesta del gringo.
El gringo, heredero de evidentes genes sajones, había llegado una noche de fiesta de la mano de una amiga de su vieja.  Además del pelo ensortijado y los bigotes de bronce, del encendedor niquelado y del puñal tatuado por manos sospechadas de frondosos prontuarios que portaba en el brazo derecho, Juan había sabido apreciar, con apenas diez años, una mirada de ojos claros que se hincaban incómodamente ante su viejo.  Aquella noche, buscando la aprobación, al menos de los más chicos, quiso ganarse la ingenua simpatía con el truco de la moneda.
Juan cautivado por la música del encendedor y sin mirar el final de la artimaña, la desenmascaró diciendo con animosidad:-La moneda la tiene en el puño arremangado de la camisa.
El gringo lo miró, perforándolo y contestándole:-Pibe, dejá eso que no es un juguete.
Ni el aire caliente del sol contra la chapa y su cara lo harían desistir de su afán de espectador.  Quiso lanzar un aullido que denunciara la codicia del traidor, pero aquel macabro montaje lo retenía, lo convertía en rehén.  Mientras un coro de murmullos cercanos le suplicaba insistentemente que se arrojara al piso, escuchaba el miedo silencioso de toda la manzana ante los llantos, los gritos y las plegarias de la madre, la abuela y la tía.  No se oyó ni un disparo, eso de alguna manera lo tranquilizaba.
El tío se había arrastrado hasta donde estaba Juan.  Aferrado a la chapa sin sacar el ojo de ese agujero.  Por más que le tiraran de las piernas, no iba a dejar de mirar cómo se llevaban a su viejo.  Tenía la cara tapada con el último pullover que le había tejido la abuela.  Los escoltas lo obligaban a apurar el paso, pero su papá caminaba resignado, sin asombro, como si los hubiese estado esperando.  Por la forma en que llevaba los brazos, sus manos debían estar atadas.  Cuando lo metían en el auto, a las patadas y a los culatazos, sintió que los ojos de su padre se encontraban con el suyo, a pesar de los vidrios, a pesar de la lana.
El gringo seguía jugando con el encendedor componiendo esa insoportable música de fondo.
Varios halcones de cuatro ruedas, conformes con su rapiña, huyeron tan desaforados como habían llegado.  Todavía no se explica cómo hicieron los demás para  salir corriendo, con o sin destino, si él se recuerda petrificado frente a la puerta de chapa.
Desconocía el verdadero nombre del gringo, hasta que vio su foto en el diario junto a una columna que reproducía la lista de indultados.  No pudo dejar de pensar en la llama de ese encendedor y en su viejo.  Tuvo ganas de gritar, de romper todo, hasta de salir a matar.  No pudo.  Únicamente una lágrima ahogada lo convenció de presentarse a declarar en los juicios futuros.
Ahora, sin dejar de mirar esa casa usurpadora, se pregunta si el gomero seguiría estando y, debajo de él, la pelota de cuero número cinco que enterró allí, al renunciar a la esperanza de volver a ver a su padre con vida.

damián: viaje con protocolo


Un dolor intenso en los tobillos y muñecas lo fue sacando del largo letargo. Los parpados pesados querían seguir protegiendo esos ojos negros que de a poco y con gran esfuerzo fueron doblegando la confortable somnolencia. Una imagen borrosa fue supliendo la oscuridad. Comenzó a parpadear, a hacer foco y depurar esa imagen confusa. Sombras y siluetas fueron tomando forma de a poco. El penetrante olor a sudor y orina lo despabiló aun más. Quiso restregarse los ojos, pero el oxidado grillete se lo impidió. A su derecha una figura oscura, también engrillada dormía con la cabeza entre las rodillas. A su izquierda una pared de madera le daba un inesperado privilegio donde descansar su maltrecho cuerpo. Entre las rendijas de las maderas entraba una luz mugrienta que daba una débil claridad a ese desconocido lugar en penumbras. Apoyó unos segundos su cabeza en la pared y escuchó a lo lejos el ruido de olas que se mezclaba con un murmullo de hombres, en una lengua desconocida. Notó de pronto que el cuarto se acunaba casi de forma imperceptible. Una pesadumbre en el pecho empezó a nublarle nuevamente la vista y unos surcos de agua salada se abrieron paso por entre sus mejillas. Quiso llevarse las manos a la cara otra vez, pero el grillete le opuso resistencia. Con esfuerzo logró levantar la pesada cadena y limpiarse la cara. Sus ojos siguieron el camino de esa cadena. Del grillete de sus muñecas iba al de sus tobillos y de éstos a los tobillos de la figura que dormía al lado de él. Pero no terminaba ahí. Las figuras fueron apareciendo, unidas por la misma cadena,  una tras otra, confundiéndose en la oscuridad. Pudo distinguir de pronto que varios de ellos estaban despiertos, pero sus ojos no miraban, estaban vacios. No reconoció a nadie. Solo compartían la cadena, los grilletes, el color de piel y el hacinamiento. Sobre su cabeza había una especie de cucheta donde intuyó que otra cadena hacía el mismo recorrido: muñecas, tobillos, tobillos, muñecas. Una imprevista arcada lo hizo desviar la vista hacia una columna ubicada a unos metros de él. Detrás de ella se movía la infinita cadena con espasmos y ruidos que inundaron la habitación. Segundos después los sonidos cesaron y un cuerpo inerte y encadenado cayó detrás de esa columna. Nadie hizo nada. Era inútil. Al costado de la columna había una escalera que atravesaba un agujero oscuro ubicado en el techo. Esperó expectante algún movimiento o ruido de ahí, pero nada sucedió. Sintió la humedad de las maderas y el frio en sus pies. Volvió a apoyar la cabeza en la pared. Cerró los ojos y se dispuso a escuchar el sonido del mar. Deseó que los murmullos de arriba enmudeciesen un momento para oír con mayor claridad. Sorpresivamente todavía deseaba… 

Protocolo
La elección de describir un barco negrero la hice después de escuchar una canción de Bob Marley en un noticiero. Originalmente iba a describir una playa, en la cual al protagonista lo despierta un perro. Pero me finalmente me decidí por el barco. Traté de ponerme en los ojos del personaje, pero sin contarlo en primera persona y cómo su percepción lo iba poniendo al tanto del lugar. Investigué un poco como estaban construidos estos barcos. Miré fotos e ilustraciones y me fui imaginando como sería ese sitio. A medida que iba escribiendo me gustó la idea de describir el camino que hacia la cadena que apresaba a los esclavos. Si bien es bastante claro el espacio donde se encuentra el personaje, no quise poner en ningún momento que era un barco, sino sugerirlo con los sonidos del mar y el movimiento de la habitación. En el ataque que sufre uno de los esclavos y el posterior silencio  quise retratar el trato de mercadería que recibían, por un lado y además el hecho que los esclavos eran todos de diferentes lugares. No compartían el idioma. Con esto evitaban posibles motines. Con la imagen del mar en su cabeza y el final de la descripción quise darle un pequeño rasgo esperanzador, de evadirse de esa realidad y defender en el fondo de su ser la característica humana del deseo.

francisco: autobiografía


No tengo una historia lineal para contar. Un entramado de lugares hilvana mis días.
Toda la primaria me tuve que quedar en el colegio hasta tarde. Vivíamos lejos y tenía que esperar hasta que mis papás terminaran de dar clases. Me quedaba solo. En esas tardes lentas, silenciosas, amplias, nació mi gusto por las historietas y los espacios vacíos.
Después nos mudamos a un lugar menos distante, habíamos pasado antes por un bosque frente al mar, una casa detrás de un vivero, un departamento con patio y fuentón celeste arriba de una mueblería, una casa con un ciruelo gigante, otra con un taller de pintura y serigrafía, y un departamento en el piso quince de un edificio desde donde veía el horizonte interminable perderse en el cielo. Por todas las casas nos acompañó una biblioteca grande, incómoda para andar llevándola por todos lados. Ya más grande, en una de las mudanzas, me tocó embalar un libro de solapa verde. Su autor tenía –y tiene- innumerables lugares para mostrarme. Ahora vivo en una casa con patio, un tilo, un fresno y un pino.
Con el tiempo me abrí a nuevos espacios. Llegaron los trenes, las aulas llenas de caballetes, los museos, la calle, los pasillos que combinan estaciones de subte y la compañía de los libros en cada lugar.
Primero fue mi mirada la que necesitó revelarse. Estaba tan llena de postes de luz, techos, galerías, ferias, ramas, grietas, manchas, bocas, ventanas, cielos, hojas, pueblos, cerros, cruces y caminos que ya no pudo contenerse. Después fue mi voz.  Ahora es la palabra la que pugna por salir al mundo y llenar con las pinturas y las músicas algunos espacios vacíos:

La calle que pasa por debajo del puente de la autopista siempre está en penumbras. No está muy iluminada y de lejos se ve como un hueco azulado entre el cielo y las veredas. Cuando la cruzo voy atento al momento en que la temperatura cambia a la sombra fría del cemento; y me acuerdo de Sábato.

El techo de la estación de subte está atravesando de arcos de medio punto alternados con arcos ojivales. Las  luces, colocadas sobre las paredes, bastante más abajo de la altura del techo, no llegan a tocar el punto más alto de los arcos, que caen cobre las vías como dos brazos desprendidos de la negrura. El andén, en cambio, está pleno de luz y de las sobras proyectadas de los arcos que forman, repetida por todo el piso, una gran c. La c de Cortázar.

La canoa se detiene. La corriente en el río para por completo. De cerca lo veo más oscuro, tornasolado, no tan rojizo como lo veía antes, cuando bajaba entre los médanos y todavía no había pisado la parte más barrosa de la arena y enterrar los pies hasta sentir los cangrejos de la orilla. Las olas que golpean contra la parte baja de la canoa, suenan a Saer y a Juan L. Ortiz.

Llegamos al pueblo cuando despuntaba el día. Habíamos viajado toda la noche a oscuras. Cuando nos deteníamos lo único visible era el ruido del colectivo. La quebrada estaba escondida entre el silencio y un violeta muy apagado. La luz, con su ascenso detrás de los cerros, transparentó el horizonte y barrió de un soplo la opacidad que aprisionaba la vitalidad roja del lugar. Las paredes de las casas se abrieron, blancas y amarillas. Empezamos a caminar hacia la plaza pensando en Neruda.

Si bien parece que ya nos instalamos en un hogar definitivo, en mi caso, la mudanza sigue por dentro, de la mirada a lo que se pueda hacer con ella, de los libros a las imágenes, de los colores a las palabras.



noelia: cuentos en la plaza


Recuerdo esperar ansiosa las tardes de invierno para ir a la placita de la estación de San Justo con mi abuela a ver pasar los trenes.

Mi hermana iba al jardín pero mi mamá había decidido que yo no comenzaría hasta cumplir los cuatro años por lo que, sola en mi casa, me aburría bastante. Mi abuela venía por la tarde y me llevaba a pasear a la plaza situada a dos cuadras de mi casa.

Allí jugábamos en la arena, las hamacas, o simplemente nos quedábamos observando a nuestro alrededor: muy poco pasto, escasez de árboles, algunos juegos destartalados, parejas sentadas en los bancos descoloridos , hacían juego con el mal estado de los trenes que iban y venían.
Pero todo eso no parecía importarnos.
Cuando el tren llegaba a la estación, a ella le gustaba inventar historias sobre las personas que descendían.
La recuerdo sentada en uno de esos bancos, con su tapado de piel, y las más finas joyas que yo jamás había visto en otra persona.
Fijaba sus ojos verdes sobre los míos y comenzaba su relato: imaginaba que venían de trabajar de una fábrica, o una oficina quizás; quién los estaría esperando en sus casas o qué comerían esa noche.
Me daba uno de esos caramelo de frutilla que siempre tenía en la cartera y volvíamos a mi casa,

Hoy, habiendo conocido muchas otras plazas, me doy cuenta que es la más descuidada y triste de todas las plazas que visité pero en ese momento la veía muy diferente.

maría alejandra: autobiografía




Un 23 de noviembre en el hospital “Cosme Argerich” del barrio de La Boca, mí  madre me parió.
Eso fue luego de un largo trabajo de parto, con el pequeño detalle de que ella se tuviera que acercar caminando despacito y solita hasta la sala, porque los médicos le restaron importancia durante 2 días de internación a sus contracciones. Mamá me contaba que iba sosteniendo mi cabecita para que no me escapara entre sus piernas en los pasillos del hospital.
Contaba la familia que papá al oír el grito de mi madre pujando se desmayó en el hall de espera mientras mis tías lo asistían y, la vieja seguía haciendo fuerza, porque  me había trabado y no salía o, cansado digo yo.
Así nací y me llamaron María Alejandra.
No me crié en el barrio de La Boca, si no que mis abuelos maternos junto con sus diez hijos se instalaron en ese arrabal cuando llegaron del campo.
Digo no me crié pero sí pasé la mayor parte de mi infancia y adolescencia en ese lugar.
La casa tenía entrada por la calle Lamadrid 742, era un complejo de varias viviendas que terminaba del lado de Caminito. Hoy ese lugar ya no existe se incendió cuando una estufa comenzó a quemar los pisos de madera donde todo ardió en pocos minutos, hace aproximadamente más de 6 años.
No obstante ese hogar  fue un semillero de artistas, allí Cecilio Madanes, director de Teatro montó el famoso “Teatro Caminito”, él se había hecho amigo de una de mis tías y le pidió si podría usarse la parte de adelante de la casa como camarines para los actores y si el teléfono de la casa podría darse como el número para la  boletería.
Con mis primos nos sentábamos al borde de la pared donde el tío había hecho un palco que daba directo al escenario del teatro, al aire libre, eso sí de costado. Igualmente podíamos ver las obras tanto desde la casa como desde el propio teatro, Madanes nos dejaba ser espectadores cuantas veces quisiéramos, a mí me gustaba la primera fila, a mi prima también, el que más sufría era Yayo, decía que lo hacíamos pasar vergüenza.
Era chica sin embargo puedo recordar a Beatriz Bonet, a Edda Díaz, Carlos Calvo, cuando no se había hecho aun la cirugía en la nariz y era muy jovencito, Juan Carlos Galván, Gabriela Gili, Olga Zubarry, Jorge Luz y tantos otros.
Vi todas las puestas, las que más recuerdo son “El conventillo de la paloma” y “La verbena de la paloma”, donde el despliegue era enorme y algunas actrices entraban a la casa en medio de una escena para participar desde el palco y decir un parlamento o  cantar ….”dónde vas con mantón de Manila …” y en un poema de Carmen Aguirre dice que: El mantón tiene más de divino que de humano.
En una ocasión la cantante principal que lucía el mantón, creo, advirtió mi deseo de tocarlo, entonces deslicé despacito mis dedos sobre la seda, sus bordados, los colores de las flores entramadas como un ramo pintado con infinitos matices, recuerdo el fondo amarillo de la tela. Ella luego me lo colocó en la espalda y acercándome al espejo se agachó y cantamos juntas esa canción aprendida de tanto oírla. Jamás pude volver a acariciar uno, porque era auténtico Cecilio Madanes exigente y detallista los encargaba especialmente.
No era una época de tanto cuestión mediática, todo lo contrario los actores eran de la familia y como mis primos y yo éramos chicos siempre nos representaban  algo “solo para nosotros” y persistente les decía que iba a ser actriz. Cuando mi mamá oía eso decía, primero hay que es tu diaaaarrr, creo que en ese momento la detestaba.
También ocurrió que una de mis tías se casó con el hermano de Beatriz Ferrari, quien era en ese momento la más  prestigiosa bailarina clásica del Teatro Colón.
Ya de más adolescente me  cuenta un día mi propia madre, que Beatriz le había dicho: “por qué no la llevás a mi estudio, mirá que lindas piernitas tiene y está en la edad ideal para aprender baile”. Por supuesto que mi mamá dijo NO. Cuando le pregunté por qué no me había dejado estudiar baile y que además no tenía que pagar ni un peso y hubiera sido formada por una de las mejores maestras contestó: “porque todas las bailarinas son putas, qué es eso de andar mostrando la cola cubierta con  apenas un tutú para que los demás te  miren”.
No obstante  en mi adolescencia gané un concurso de rock and roll en el Club Comunicaciones allá por los setenta y, por supuesto nunca se enteró.
 Estudié teatro, actué, estudié guión, escribí, filmé y trabajé  en producción de cine y de televisión.
Jamás fui incentivada para el arte, en casa esas cuestiones no eran parte de la vida y  hasta el momento  me sigue dando extrañeza cómo pude manifestarme en esas áreas.
Tampoco había muchos libros, sólo dos, uno guardado en el placard de mis padres que yo veía cada vez que mamá acomodaba la ropa y el de Doña Petrona que era de mi abuela, en la cocina por supuesto.
Pero el libro del ropero era raro y me provocaba inquietud entonces se lo pedí a mi madre, me lo dio y me dijo por lo bajo que se lo había regalado un novio de ella, pero que nunca lo había leído.
Me senté a la mesa en el comedor con “Las mil y una noches” de Biblioteca Hispania con traducción de Pedro Pedraza y Páez, Edición ilustrada , sesenta y cinco grabados en negro y siete cromotipias, de Editorial Ramón Sopena, Barcelona, Impresión en España. Tapa dura en tela. Año 1949.
Seducida por el tamaño del libro y sus gráficos comencé pausadamente a mirarlo de atrás para adelante, de adelante para atrás, del medio al final , del inicio a la mitad, cerrándolo, abriéndolo, tocándolo como si fuera un topacio y comenzamos a cortejarnos con moderación.
Me acompañó durante las noches en mi mesita de luz improvisada que era un banquito de madera hecho por mi padre, del tamaño para una nena de nueve años. No recuerdo bien cómo fue que lo leí, sí cuanto de todos esos mundos inimaginables para mi habrían señalado a otras lecturas.
El libro aún vive conmigo, al igual que Scherezade, logró sobrevivir.
No sé si tendré mil noches para mil cuentos.
Mil noches de desvelo.
Mil cuentos en la palma de mi mano.
Mil dedos para escribirlos.
Millones de palabras para decirlas.
Mil hojas para plasmar pensamientos.
O todo esto, noches, cuentos, puertas, ventanas que asoman a mi cara con interminables palabras.
Noches sentenciosas que comiencen a estar repletas de sueños donde el vacío no sea ya un obstáculo.
O serán miles de noches
dando saltos como gorriones picoteando el barro de la memoria que alberga largas filas de flores dibujadas en espejos.