Prefiere dejar la sala, antes que el tribunal lea la sentencia. Ya se va a enterar por los medios. El fallo no puede ponerse a toda la opinión pública en contra. Mientras cruza la avenida para ir al estacionamiento, revive el haber visto que el transcurrir haya desteñido el dorado de los bigotes del gringo. El paso del tiempo había dejado una marca nublada, tormentosa, en la cara de ese condenado. Piensa que tal vez eso sea suficiente justicia y se mete apurado adentro del coche, como si no estuviera dispuesto a perder ni un solo segundo.
Vuelve a pasar por la cuadra. Hoy necesita volver al barrio. Desde el auto mira con asombro y nostalgia. En el baldío, ahora, se impone una casa de paredes blancas, pintadas a la cal, que desde la ventanilla se le antoja laberíntica. Se imagina pasillos que se entrecruzan, se imagina que en esos muros quedaron atrapadas fotografías de vidas pasadas, tesoros inadvertidos por esos nuevos habitantes. Esas palmeras, esa selva improvisada y casi artificial, en el jardín de esa casa, le provocan cierto fastidio. La casa es la intrusa. Él… no.
El sol se refracta en el parabrisas rebotándole en la vista, tal como aquella tarde.
Juntarse después del almuerzo ya se había convertido en un compromiso impostergable. Cruzaban la calle y el tío les abría, secretamente, la puerta de chapa. Así se apropiaban de esa cancha, escriturándola en el aire, sin más rúbrica que el viaje fantasmal de una número cinco de cuero.
Esa pelota casi levitaba. Apenas rebotaba en los cráteres de tierra mezclada con escombros. La obligaban a pilotear por los yuyos más altos o a terminar alunizando entre las ramas del gomero. Esa tarde, le había tocado a Fernando ir a rescatarla, y antes de bajarse, como Rodrigo de Triana, gritó:- ¡Falcon a la vista!
El tío, ya no estaba jugando, les rogó a todos que hicieran cuerpo a tierra. Juan no podía, no quería. El sol le tapaba la vista. Él había escuchado la fricción furiosa de las ruedas de un auto irracional. Ruido de cargadores de armas de fuego, tal vez escopetas o rifles como los vaqueros. El tío le seguía pidiendo, entre susurros, que se tirara al suelo. Él sentía que el agujero de la puerta de chapa tenía un imán para su ojo izquierdo. Mientras avanzaba hacia aquel hueco, recordaba las historias que su papá le contaba, casi a escondidas, en estos últimos meses a su mamá: compañeros de la fábrica que se los tragaba la tierra, amigos y familiares que se iban de viaje sin avisar ni despedirse.
Cuando finalmente pudo mirar, lo sobresaltó la patada que uno de esos tipos con armas largas le dio a la puerta de la casa de su abuela. Dos se dispusieron como vigías, a la manera del cancerbero, en la entrada. No llegó a contar la cantidad exacta de esos matones, que decían pertenecer al ejército, y que estaban invadiendo la casa. Hoy, trata de hacer memoria y tampoco puede: tres, cinco, siete. Entre tres y cinco, seguramente. Ya no sabe, perdió la cuenta.
En un mismo instante, un vacío sonoro, cósmico y eterno, fue devorado por el chasquido de un encendedor metálico que le resultaba familiar a sus oídos. Había aprendido a escuchar la melodía cacofónica de la tapa de ese encendedor cromado. Sabía desentrañar aquella armonía que venía directo del infierno. El abrir y cerrar infinito de la tapa platinada era como el gatillo de un arma a punto de ser descargada y vuelta a cargar. En el Falcon, en el asiento complaciente del acompañante cómplice, asomaba una melena de rulos brillantes como el trigo. De perfil y camuflada por anteojos oscuros pudo reconocer la mirada deshonesta del gringo.
El gringo, heredero de evidentes genes sajones, había llegado una noche de fiesta de la mano de una amiga de su vieja. Además del pelo ensortijado y los bigotes de bronce, del encendedor niquelado y del puñal tatuado por manos sospechadas de frondosos prontuarios que portaba en el brazo derecho, Juan había sabido apreciar, con apenas diez años, una mirada de ojos claros que se hincaban incómodamente ante su viejo. Aquella noche, buscando la aprobación, al menos de los más chicos, quiso ganarse la ingenua simpatía con el truco de la moneda.
Juan cautivado por la música del encendedor y sin mirar el final de la artimaña, la desenmascaró diciendo con animosidad:-La moneda la tiene en el puño arremangado de la camisa.
El gringo lo miró, perforándolo y contestándole:-Pibe, dejá eso que no es un juguete.
Ni el aire caliente del sol contra la chapa y su cara lo harían desistir de su afán de espectador. Quiso lanzar un aullido que denunciara la codicia del traidor, pero aquel macabro montaje lo retenía, lo convertía en rehén. Mientras un coro de murmullos cercanos le suplicaba insistentemente que se arrojara al piso, escuchaba el miedo silencioso de toda la manzana ante los llantos, los gritos y las plegarias de la madre, la abuela y la tía. No se oyó ni un disparo, eso de alguna manera lo tranquilizaba.
El tío se había arrastrado hasta donde estaba Juan. Aferrado a la chapa sin sacar el ojo de ese agujero. Por más que le tiraran de las piernas, no iba a dejar de mirar cómo se llevaban a su viejo. Tenía la cara tapada con el último pullover que le había tejido la abuela. Los escoltas lo obligaban a apurar el paso, pero su papá caminaba resignado, sin asombro, como si los hubiese estado esperando. Por la forma en que llevaba los brazos, sus manos debían estar atadas. Cuando lo metían en el auto, a las patadas y a los culatazos, sintió que los ojos de su padre se encontraban con el suyo, a pesar de los vidrios, a pesar de la lana.
El gringo seguía jugando con el encendedor componiendo esa insoportable música de fondo.
Varios halcones de cuatro ruedas, conformes con su rapiña, huyeron tan desaforados como habían llegado. Todavía no se explica cómo hicieron los demás para salir corriendo, con o sin destino, si él se recuerda petrificado frente a la puerta de chapa.
Desconocía el verdadero nombre del gringo, hasta que vio su foto en el diario junto a una columna que reproducía la lista de indultados. No pudo dejar de pensar en la llama de ese encendedor y en su viejo. Tuvo ganas de gritar, de romper todo, hasta de salir a matar. No pudo. Únicamente una lágrima ahogada lo convenció de presentarse a declarar en los juicios futuros.
Ahora, sin dejar de mirar esa casa usurpadora, se pregunta si el gomero seguiría estando y, debajo de él, la pelota de cuero número cinco que enterró allí, al renunciar a la esperanza de volver a ver a su padre con vida.