sábado, 23 de julio de 2011

francisco: autobiografía


No tengo una historia lineal para contar. Un entramado de lugares hilvana mis días.
Toda la primaria me tuve que quedar en el colegio hasta tarde. Vivíamos lejos y tenía que esperar hasta que mis papás terminaran de dar clases. Me quedaba solo. En esas tardes lentas, silenciosas, amplias, nació mi gusto por las historietas y los espacios vacíos.
Después nos mudamos a un lugar menos distante, habíamos pasado antes por un bosque frente al mar, una casa detrás de un vivero, un departamento con patio y fuentón celeste arriba de una mueblería, una casa con un ciruelo gigante, otra con un taller de pintura y serigrafía, y un departamento en el piso quince de un edificio desde donde veía el horizonte interminable perderse en el cielo. Por todas las casas nos acompañó una biblioteca grande, incómoda para andar llevándola por todos lados. Ya más grande, en una de las mudanzas, me tocó embalar un libro de solapa verde. Su autor tenía –y tiene- innumerables lugares para mostrarme. Ahora vivo en una casa con patio, un tilo, un fresno y un pino.
Con el tiempo me abrí a nuevos espacios. Llegaron los trenes, las aulas llenas de caballetes, los museos, la calle, los pasillos que combinan estaciones de subte y la compañía de los libros en cada lugar.
Primero fue mi mirada la que necesitó revelarse. Estaba tan llena de postes de luz, techos, galerías, ferias, ramas, grietas, manchas, bocas, ventanas, cielos, hojas, pueblos, cerros, cruces y caminos que ya no pudo contenerse. Después fue mi voz.  Ahora es la palabra la que pugna por salir al mundo y llenar con las pinturas y las músicas algunos espacios vacíos:

La calle que pasa por debajo del puente de la autopista siempre está en penumbras. No está muy iluminada y de lejos se ve como un hueco azulado entre el cielo y las veredas. Cuando la cruzo voy atento al momento en que la temperatura cambia a la sombra fría del cemento; y me acuerdo de Sábato.

El techo de la estación de subte está atravesando de arcos de medio punto alternados con arcos ojivales. Las  luces, colocadas sobre las paredes, bastante más abajo de la altura del techo, no llegan a tocar el punto más alto de los arcos, que caen cobre las vías como dos brazos desprendidos de la negrura. El andén, en cambio, está pleno de luz y de las sobras proyectadas de los arcos que forman, repetida por todo el piso, una gran c. La c de Cortázar.

La canoa se detiene. La corriente en el río para por completo. De cerca lo veo más oscuro, tornasolado, no tan rojizo como lo veía antes, cuando bajaba entre los médanos y todavía no había pisado la parte más barrosa de la arena y enterrar los pies hasta sentir los cangrejos de la orilla. Las olas que golpean contra la parte baja de la canoa, suenan a Saer y a Juan L. Ortiz.

Llegamos al pueblo cuando despuntaba el día. Habíamos viajado toda la noche a oscuras. Cuando nos deteníamos lo único visible era el ruido del colectivo. La quebrada estaba escondida entre el silencio y un violeta muy apagado. La luz, con su ascenso detrás de los cerros, transparentó el horizonte y barrió de un soplo la opacidad que aprisionaba la vitalidad roja del lugar. Las paredes de las casas se abrieron, blancas y amarillas. Empezamos a caminar hacia la plaza pensando en Neruda.

Si bien parece que ya nos instalamos en un hogar definitivo, en mi caso, la mudanza sigue por dentro, de la mirada a lo que se pueda hacer con ella, de los libros a las imágenes, de los colores a las palabras.



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